El Nacional - 4/5/2001
En la reseña "La Lengua sigue en movimiento", del pasado 23 de abril, Rubén Wisotzki, menciona la coincidencia de las muertes de Cervantes y Shakespeare, ambas ocurridas el 23 de abril de 1616; para ello cita al profesor Alexis Márquez Rodríguez. Lamentablemente hay una imprecisión en esta afirmación. Estos escritores murieron en la misma fecha pero no el mismo día; y ello es debido a que Inglaterra, para el año 1616, no había adoptado el calendario gregoriano, por lo que ese país tenía 10 días de atraso en relación con las naciones que sí habían adoptado la reforma en su momento, 1582. Cuando Cervantes muere, 23 de abril, en Inglaterra era 13 del mismo mes y Shakespeare estaba vivo; cuando finalmente fallece éste, 23 de abril en la isla, ya en España era 3 de mayo.
Marcial Fonseca
viernes, 4 de mayo de 2001
jueves, 26 de abril de 2001
Determinacion del Domingo de Resurreccion
El Nacional - 26/4/2001
En la carta "¿Dejaron de ser lunares?, del pasado 23 de abril, Alfredo López Pérez pregunta sobre cómo se determina la Semana Santa y quién lo hace. La última pregunta es fácil, es responsabilidad de la Iglesia católica. En relación con la segunda, el Domingo de Resurrección es el primer domingo después de la primera luna llena que sigue al equinoccio de primavera, y éste es fijado "oficialmente" por Roma, desde el concilio de Nicea, año 325, el 21 de marzo; la luna llena también es fijada oficialmente por la Iglesia. Recordemos que no es la luna local, que puede tener hasta dos días de diferencia con la "oficial". Ha habido intentos para usar la de Jerusalén, pero no han cristalizado.. Determinado el Día de Resurrección, el domingo anterior es el de Ramos, y a partir de este nos vamos hacia atrás 40 días, y tenemos el Miércoles de Ceniza. Así que ni este año, ni ningún otro, ha habido errores.
Marcial Fonseca
En la carta "¿Dejaron de ser lunares?, del pasado 23 de abril, Alfredo López Pérez pregunta sobre cómo se determina la Semana Santa y quién lo hace. La última pregunta es fácil, es responsabilidad de la Iglesia católica. En relación con la segunda, el Domingo de Resurrección es el primer domingo después de la primera luna llena que sigue al equinoccio de primavera, y éste es fijado "oficialmente" por Roma, desde el concilio de Nicea, año 325, el 21 de marzo; la luna llena también es fijada oficialmente por la Iglesia. Recordemos que no es la luna local, que puede tener hasta dos días de diferencia con la "oficial". Ha habido intentos para usar la de Jerusalén, pero no han cristalizado.. Determinado el Día de Resurrección, el domingo anterior es el de Ramos, y a partir de este nos vamos hacia atrás 40 días, y tenemos el Miércoles de Ceniza. Así que ni este año, ni ningún otro, ha habido errores.
Marcial Fonseca
martes, 27 de febrero de 2001
Lógica de las palabras
El Nacional - 27/2/2001
Siempre relacionaba lo aprendido en el aula con lo que veía en la calle; por ello escribió Josephina porque así se escribía Phillips Morris; pero en la primera semana de cuarto grado descubrió que el mundo real cabía en sus apuntes de clase. Se alegró mucho al comprobar que en el fondo de las botellas de cocuy decía claramente 0,70 litros, la definición que su maestro había dado de botella como unidad de volumen. Cada día la escuela le daba una nueva pieza de cotidianidad. Partir una arepa le sugería las fracciones que el maestro había mencionado. Al oír al campesino hablar de sus tres hectáreas, pensó en los cien metros de una cuadra, por lo que tres manzanas daban idea del tamaño de la parcela. Las enseñanzas también le servían para discrepar de la realidad. "El jugo gástrico puede disolver un pedazo de cuero", le enseñaron en quinto grado. "Mamá, el chicle no se empelota en el estómago porque el jugo gástrico lo disuelve todo, así que no importa si me lo trago". El sexto grado lo puso en contacto con la historia. Las plazas y los monumentos empezaron a tener más sentido; y que su padre, en Caracas, le mostrara el balcón desde donde Madariaga indujo al pueblo para que rechazara a Emparan, fue una gran cosa. En bachillerato sabría el porqué de las olas, el porqué de las fases lunares; pero lo que más le llamaba la atención era el inglés. Entender El llanero solitario, el de las películas del cine, sin necesidad de los subtítulos, sería una maravilla. El primer año y el inglés llegaron. Dedicaba su tiempo al nuevo idioma. El I am, you are, he is, le parecían fáciles; sólo que no hallaba cómo llevarlo a la tranquila vida de Duaca. Su padre ya no era el corroborador de los apuntes de clase, al menos en lo atinente al inglés. El profesor te aclaró que ayes yes no era así sí. Las clases avanzaban. Chair, table, car, house, dog, cat, man, woman. Descubría similitudes: a las preguntas le decían cuestiones; pero no columbraba cómo cotejarlas con su ambiente. Todo cambió un día. El profesor enseñaba cosas menos concretas. Pasó de window a clean, de child a beautiful. Y finalmente de engine a battery, y esta palabra la conocía, estaba en el tablero del carro. Siempre creyó que battery era una palabra mal escrita. Así que su padre sí tenía saber, debía conocerlas porque estaba ahí. Llegó a su casa; y luego que su padre terminó la siesta, se lo llevó al carro. "Papá, me enseñaron que battery es batería...". "Sí, hijo, e indica cuándo deben prenderse las luces para no quemar el alternador". "Papá, ¡y temperature es temperatura!". "Sí, hijo, y para que vaya aprendiendo, la aguja me dice si puedo arrancar el carro...". "¿Qué significa si está en C?", lo interrumpió. "Hijo", contestó con voz pedagógica, "caliente; para andar un carro, este debe estar caliente". "Aja, papá, ¿y en H?". "Carajo, hijo", con un tono de reproche porque el hijo no atrapaba la lógica de las palabras, "hirviendo; y aprenda, nunca maneje un carro hirviendo".
Marcial Fonseca
Siempre relacionaba lo aprendido en el aula con lo que veía en la calle; por ello escribió Josephina porque así se escribía Phillips Morris; pero en la primera semana de cuarto grado descubrió que el mundo real cabía en sus apuntes de clase. Se alegró mucho al comprobar que en el fondo de las botellas de cocuy decía claramente 0,70 litros, la definición que su maestro había dado de botella como unidad de volumen. Cada día la escuela le daba una nueva pieza de cotidianidad. Partir una arepa le sugería las fracciones que el maestro había mencionado. Al oír al campesino hablar de sus tres hectáreas, pensó en los cien metros de una cuadra, por lo que tres manzanas daban idea del tamaño de la parcela. Las enseñanzas también le servían para discrepar de la realidad. "El jugo gástrico puede disolver un pedazo de cuero", le enseñaron en quinto grado. "Mamá, el chicle no se empelota en el estómago porque el jugo gástrico lo disuelve todo, así que no importa si me lo trago". El sexto grado lo puso en contacto con la historia. Las plazas y los monumentos empezaron a tener más sentido; y que su padre, en Caracas, le mostrara el balcón desde donde Madariaga indujo al pueblo para que rechazara a Emparan, fue una gran cosa. En bachillerato sabría el porqué de las olas, el porqué de las fases lunares; pero lo que más le llamaba la atención era el inglés. Entender El llanero solitario, el de las películas del cine, sin necesidad de los subtítulos, sería una maravilla. El primer año y el inglés llegaron. Dedicaba su tiempo al nuevo idioma. El I am, you are, he is, le parecían fáciles; sólo que no hallaba cómo llevarlo a la tranquila vida de Duaca. Su padre ya no era el corroborador de los apuntes de clase, al menos en lo atinente al inglés. El profesor te aclaró que ayes yes no era así sí. Las clases avanzaban. Chair, table, car, house, dog, cat, man, woman. Descubría similitudes: a las preguntas le decían cuestiones; pero no columbraba cómo cotejarlas con su ambiente. Todo cambió un día. El profesor enseñaba cosas menos concretas. Pasó de window a clean, de child a beautiful. Y finalmente de engine a battery, y esta palabra la conocía, estaba en el tablero del carro. Siempre creyó que battery era una palabra mal escrita. Así que su padre sí tenía saber, debía conocerlas porque estaba ahí. Llegó a su casa; y luego que su padre terminó la siesta, se lo llevó al carro. "Papá, me enseñaron que battery es batería...". "Sí, hijo, e indica cuándo deben prenderse las luces para no quemar el alternador". "Papá, ¡y temperature es temperatura!". "Sí, hijo, y para que vaya aprendiendo, la aguja me dice si puedo arrancar el carro...". "¿Qué significa si está en C?", lo interrumpió. "Hijo", contestó con voz pedagógica, "caliente; para andar un carro, este debe estar caliente". "Aja, papá, ¿y en H?". "Carajo, hijo", con un tono de reproche porque el hijo no atrapaba la lógica de las palabras, "hirviendo; y aprenda, nunca maneje un carro hirviendo".
Marcial Fonseca
martes, 17 de octubre de 2000
Maneras de sobrevivir
El Nacional - 17/10/2000
Para complacer a su madre, pasaría unos días con la tía. Ésta era famosa por sus ideas para ahorrar, o mejor sería decir, para sobrevivir. Obraba milagros con su pensión. En la familia referían el cuento del hueso que usaba durante seis meses para hacer hervido o que era muy convincente, y para pedir prestado, habilísima. El chofer le indicó el edificio. Sacó un papelito para comprobar el número del apartamento, y como eran tres pisos, subió por las escaleras. El timbre no funcionaba. La tía se asomó a la reja. Se alegró mucho y luego de la bendición, se entretuvieron hablando de lo mucho que había crecido, de lo hombre que era. Se ofreció a repararle el timbre. "No, hijo, lo tengo así para ahorrar". Siguieron conversando. "Tía, tengo sed, voy a la cocina"; "No, yo le traigo agua". Adivinó que no quería que entrara a la cocina. Para la cena, le sirvió un plato de caraotas y otro de pasta. Ella se sentó; pero no comió. "Tía, lavaré los platos", se ofreció él. "No, no se preocupe", contestó ella. Esa noche sintió cólico, que atribuyó a la sazón de las caraotas, en verdad un poco rara. Se levantó muy temprano. Quiso hacer café, pero no le pareció correcto, así que esperó a que se levantara. El desayuno fue frugal, y de almuerzo, carne, y otra vez caraotas. A la mitad de la tarde sonó el intercomunicador. "¿Sí?"; "Señora soy yo, ¿me va a pagar?"; "Sí, suba"; "¡Pero seguro que me va a pagar!"; "Sí, suba"; "¿No me va a engañar?"; "No, suba". "¿Quién es ese?", preguntó el sobrino, "Un cobrador necio". Ella le abrió. "Señora, me debe tres cuotas"; "Mire, yo ahora tengo muchos problemas"; "Pero usted me dijo que..."; "Fíjese, tengo aquí a mi sobrino..."; "Usted me dijo...", "Oiga, Dios le agradecerá si usted me presta...". El sobrino vio como lo convenció de que le prestara dinero. Era realmente habilidosa. "Hijo", le dijo después de ido el cobrador, "quiero regalarle unos zapatos"; "Gracias, tía; pero no es necesario..."; "Mañana", lo interrumpió, "vamos a una tienda, pero tiene que ser antes de la siete, a esa hora abren". Intuía que la industria para quitarle prestado al cobrador, el timbre que no funcionaba y lo de antes de las siete eran parte de las mañas para sobrevivir, igual que la prohibición indirecta de ir a la cocina. La cena fue caraotas y pasta. A medianoche, cuando los ronquidos anunciaban que la tía dormía profundamente, entró a la cocina. Nada más un plato, una cuchara, una taza, un tenedor, una cucharilla, y un cuchillo. Siempre alerta, abrió la pequeña nevera. Descubrió el plato de las caraotas, vacío y con una costra negra. Se veía que no lo lavaba, lo que le permitía preparar los granos sin sazón, y esta la extraía al servir en el plato ya madurado. Era realmente ingeniosa. Despertó bien temprano. Llegaron al negocio antes de las siete. "Adelante", dijo el árabe. "Paisano, quiero unos zapatos para mi sobrino..., hijo, seleccione el que quiera". Merodeó y seleccionó un par, y se los puso para probarlos. "¿Cuánto cuestan?", preguntó ella. "Barato, 80 mil bolívares"; "¿Está loco? Sobrino, quíteselos"; "No, espere", dijo el turco, "bueno, 75 mil bolívares"; "No, quíteselos, sobrino". Se los quitó. "No, no, póngaselos, está bien, 70 mil". Se los puso. "No, muy caro, quíteselos". Se los quitó. Entre poner y quitárselos, el precio llegó a dos mil. "Está bien", dijo ella, "páguese". Cuando salieron a la calle, le dijo a su sobrino. "Hay que aprovecharse de las supersticiones de los demás, este árabe cree que si el primer cliente no compra, se empava el día".
Marcial Fonseca
Para complacer a su madre, pasaría unos días con la tía. Ésta era famosa por sus ideas para ahorrar, o mejor sería decir, para sobrevivir. Obraba milagros con su pensión. En la familia referían el cuento del hueso que usaba durante seis meses para hacer hervido o que era muy convincente, y para pedir prestado, habilísima. El chofer le indicó el edificio. Sacó un papelito para comprobar el número del apartamento, y como eran tres pisos, subió por las escaleras. El timbre no funcionaba. La tía se asomó a la reja. Se alegró mucho y luego de la bendición, se entretuvieron hablando de lo mucho que había crecido, de lo hombre que era. Se ofreció a repararle el timbre. "No, hijo, lo tengo así para ahorrar". Siguieron conversando. "Tía, tengo sed, voy a la cocina"; "No, yo le traigo agua". Adivinó que no quería que entrara a la cocina. Para la cena, le sirvió un plato de caraotas y otro de pasta. Ella se sentó; pero no comió. "Tía, lavaré los platos", se ofreció él. "No, no se preocupe", contestó ella. Esa noche sintió cólico, que atribuyó a la sazón de las caraotas, en verdad un poco rara. Se levantó muy temprano. Quiso hacer café, pero no le pareció correcto, así que esperó a que se levantara. El desayuno fue frugal, y de almuerzo, carne, y otra vez caraotas. A la mitad de la tarde sonó el intercomunicador. "¿Sí?"; "Señora soy yo, ¿me va a pagar?"; "Sí, suba"; "¡Pero seguro que me va a pagar!"; "Sí, suba"; "¿No me va a engañar?"; "No, suba". "¿Quién es ese?", preguntó el sobrino, "Un cobrador necio". Ella le abrió. "Señora, me debe tres cuotas"; "Mire, yo ahora tengo muchos problemas"; "Pero usted me dijo que..."; "Fíjese, tengo aquí a mi sobrino..."; "Usted me dijo...", "Oiga, Dios le agradecerá si usted me presta...". El sobrino vio como lo convenció de que le prestara dinero. Era realmente habilidosa. "Hijo", le dijo después de ido el cobrador, "quiero regalarle unos zapatos"; "Gracias, tía; pero no es necesario..."; "Mañana", lo interrumpió, "vamos a una tienda, pero tiene que ser antes de la siete, a esa hora abren". Intuía que la industria para quitarle prestado al cobrador, el timbre que no funcionaba y lo de antes de las siete eran parte de las mañas para sobrevivir, igual que la prohibición indirecta de ir a la cocina. La cena fue caraotas y pasta. A medianoche, cuando los ronquidos anunciaban que la tía dormía profundamente, entró a la cocina. Nada más un plato, una cuchara, una taza, un tenedor, una cucharilla, y un cuchillo. Siempre alerta, abrió la pequeña nevera. Descubrió el plato de las caraotas, vacío y con una costra negra. Se veía que no lo lavaba, lo que le permitía preparar los granos sin sazón, y esta la extraía al servir en el plato ya madurado. Era realmente ingeniosa. Despertó bien temprano. Llegaron al negocio antes de las siete. "Adelante", dijo el árabe. "Paisano, quiero unos zapatos para mi sobrino..., hijo, seleccione el que quiera". Merodeó y seleccionó un par, y se los puso para probarlos. "¿Cuánto cuestan?", preguntó ella. "Barato, 80 mil bolívares"; "¿Está loco? Sobrino, quíteselos"; "No, espere", dijo el turco, "bueno, 75 mil bolívares"; "No, quíteselos, sobrino". Se los quitó. "No, no, póngaselos, está bien, 70 mil". Se los puso. "No, muy caro, quíteselos". Se los quitó. Entre poner y quitárselos, el precio llegó a dos mil. "Está bien", dijo ella, "páguese". Cuando salieron a la calle, le dijo a su sobrino. "Hay que aprovecharse de las supersticiones de los demás, este árabe cree que si el primer cliente no compra, se empava el día".
Marcial Fonseca
lunes, 18 de septiembre de 2000
Instantes y Gabriel García Márquez
El Nacional - 18/9/2000
Qué macabra suerte la de los genios de la literatura, que cuando mueren, o están cerca de fallecer, les atribuyen textos que generalmente no calzan la calidad de los interfectos o simplemente están mal escritos. Detrás de esta lúdrica costumbre quizás se encierre un fino sentido del humor. En la actualidad circula, vía internet, una carta del gran Gabriel García Márquez, dirigida a sus amigos, de despedida por su inminente muerte como consecuencia de la enfermedad que lo aqueja. Hará unos 15 años sucedió algo similar con el poema Instantes que fue atribuido a Jorge Luis Borges después de su muerte. Un locutor argentino la radió bajo la autoría del insigne sureño. Vayamos a la parte literal. Ya ha sido demostrado que el poema no era de Borges. Pero la aclaración, por parte de su viuda y amigos, no se necesitaba. Aparte de que la vida que pregonaba el texto desdecía del pensamiento laberíntico del autor, era inconcebible leer por ejemplo, ``... si pudiera volver atrás, trataría...'' o ``un paraguas y un paracaídas...''. Estas cacofonías, independientemente de si quería arrepentirse, no serían la manera como lo diría un gran escritor. Por el lado del Gabo, ese ``... dormiría más, soñaría más...'', o ``como (sic) disfrutaría de un buen helado...'', no llenan las expectativas de su grandeza. En el texto pseudoborgiano se lee ``... yo fui de esa personas que vivió (sic) sensata y prolíficamente cada minuto de su vida...''. No hay comentario sobre tan infame inconcordancia. En la misiva del colombiano leemos: ``... si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que les (sic) ofrecería a la luna...''. Esto no parece haber salido de la misma pluma que dio Cien años de soledad o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. La forma dulzona de la supuesta carta es más propia de autores que infestan sus poemas con ``tu silencio me ensordece'' o ``tu frialdad me derrite''. Pareciera que estuviéramos leyendo esas columnas que reseñan fiestas de quinceañeras. Hasta ahora, ni Gabriel García Márquez o alguno de sus allegados han comentado nada sobre la carta. Si ella fuera cierta, entonces la cercanía de la muerte estropea la calidad y las creencias.
Marcial Fonseca
Qué macabra suerte la de los genios de la literatura, que cuando mueren, o están cerca de fallecer, les atribuyen textos que generalmente no calzan la calidad de los interfectos o simplemente están mal escritos. Detrás de esta lúdrica costumbre quizás se encierre un fino sentido del humor. En la actualidad circula, vía internet, una carta del gran Gabriel García Márquez, dirigida a sus amigos, de despedida por su inminente muerte como consecuencia de la enfermedad que lo aqueja. Hará unos 15 años sucedió algo similar con el poema Instantes que fue atribuido a Jorge Luis Borges después de su muerte. Un locutor argentino la radió bajo la autoría del insigne sureño. Vayamos a la parte literal. Ya ha sido demostrado que el poema no era de Borges. Pero la aclaración, por parte de su viuda y amigos, no se necesitaba. Aparte de que la vida que pregonaba el texto desdecía del pensamiento laberíntico del autor, era inconcebible leer por ejemplo, ``... si pudiera volver atrás, trataría...'' o ``un paraguas y un paracaídas...''. Estas cacofonías, independientemente de si quería arrepentirse, no serían la manera como lo diría un gran escritor. Por el lado del Gabo, ese ``... dormiría más, soñaría más...'', o ``como (sic) disfrutaría de un buen helado...'', no llenan las expectativas de su grandeza. En el texto pseudoborgiano se lee ``... yo fui de esa personas que vivió (sic) sensata y prolíficamente cada minuto de su vida...''. No hay comentario sobre tan infame inconcordancia. En la misiva del colombiano leemos: ``... si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que les (sic) ofrecería a la luna...''. Esto no parece haber salido de la misma pluma que dio Cien años de soledad o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. La forma dulzona de la supuesta carta es más propia de autores que infestan sus poemas con ``tu silencio me ensordece'' o ``tu frialdad me derrite''. Pareciera que estuviéramos leyendo esas columnas que reseñan fiestas de quinceañeras. Hasta ahora, ni Gabriel García Márquez o alguno de sus allegados han comentado nada sobre la carta. Si ella fuera cierta, entonces la cercanía de la muerte estropea la calidad y las creencias.
Marcial Fonseca
miércoles, 9 de agosto de 2000
El dios devaluado
El Nacional - 9/8/2000
Aclaremos, empezando, que no nos estamos refiriendo al omnipresente, omnisapiente, omnímodo Dios, con D mayúscula; el que acompañó a Moisés en su peregrinar por el desierto; el que guió a Mahoma en su creación islámica y en su Hégira; el que envió a Jesús a inmolarse por la humanidad para que el hombre se recuperara de la caída original. No, vamos a hablar del dios con d minúscula; el de la gran mayoría de seres humanos, que en su incapacidad de aprehender el concepto Dios, se ve en la necesidad de crear uno, y de bajarlo de los cielos a su minucia de vida para entremezclarlo con la miseria cotidiana, con las pasiones humanas y, por ello, convertirlo en simplemente un dios.
Lo quiere en la tierra para que le resuelva sus problemas y para que le indique su futuro. Para cualquier faceta de vivir, este hombre busca la señal que ese dios disminuido le coloca por ahí para que las lea. En las mañanas, va al horóscopo para escudriñar los mensajes que él, desde arriba, le manda; los sueños son para que juegue en las loterías las edades de las personas que evoca en ellos; el número que aparece en grandes caracteres en el periódico o cualquier cosa que no comprenda, es él comunicándose. Había una viejita, en la carretera Lara-Zulia, que hábilmente le sacaba provecho a esto. Se apostaba en una bomba, y se le acercaba a los conductores. Les decía que era el último Kino que le quedaba, que la ayudaran. Por la mente del chofer pasaba la idea de que era dios que se la había enviado. De esta manera, vendía todos sus kinos. Por supuesto, hay otros más inteligentes, y con más suerte que la viejita. Están en la radio y en la televisión vendiendo sexo tántrico; o usando cartas cualesquiera para indicarnos el futuro; o, los intelectualoides, enriqueciéndose con los libros de autoayuda; o, los parapsicólogos leyendo los cuerpos opacos para aclararnos el pasado y pintarnos las mañanas.
Ellos han descubierto que en la cobardía humana tienen un filón. Este hombre en su pequeñez, en su vacuidad, ha declarado que está hecho a semejanza de Dios (Gen. 1.26), y en su afán de imitarlo, de hacerlo su lacayo, lo ha convertido en dios. Con esto simplemente busca sobreponerse a su miedo natural, atávico, que lleva por dentro. Este querer parecerse a él, le ha traído choques mentales que resuelve inventando el diablo para culparlo si no se cumple la lectura que ha hecho de los mensajes divinos; también crea diversos emisarios de ese dios, que cree ver en paredes desconchadas, árboles, todos o simplemente en maderas raídas. Según unas tablillas que reposan en el Museo Británico, Moisés previó que la vanidad de creernos iguales a Dios haría que lo imitáramos; por lo que nunca conseguiríamos la felicidad (Samuel Rothgolberd, "Moses and the Exodus", British Museum Journal, número 24, marzo de 1948). Muchas personas tienden a llamar a este dios como el dios de los ignorantes; realmente es una insensatez e insensibilidad extremas; decir eso es como burlarse de la ceguera de un ciego.
Marcial Fonseca
Aclaremos, empezando, que no nos estamos refiriendo al omnipresente, omnisapiente, omnímodo Dios, con D mayúscula; el que acompañó a Moisés en su peregrinar por el desierto; el que guió a Mahoma en su creación islámica y en su Hégira; el que envió a Jesús a inmolarse por la humanidad para que el hombre se recuperara de la caída original. No, vamos a hablar del dios con d minúscula; el de la gran mayoría de seres humanos, que en su incapacidad de aprehender el concepto Dios, se ve en la necesidad de crear uno, y de bajarlo de los cielos a su minucia de vida para entremezclarlo con la miseria cotidiana, con las pasiones humanas y, por ello, convertirlo en simplemente un dios.
Lo quiere en la tierra para que le resuelva sus problemas y para que le indique su futuro. Para cualquier faceta de vivir, este hombre busca la señal que ese dios disminuido le coloca por ahí para que las lea. En las mañanas, va al horóscopo para escudriñar los mensajes que él, desde arriba, le manda; los sueños son para que juegue en las loterías las edades de las personas que evoca en ellos; el número que aparece en grandes caracteres en el periódico o cualquier cosa que no comprenda, es él comunicándose. Había una viejita, en la carretera Lara-Zulia, que hábilmente le sacaba provecho a esto. Se apostaba en una bomba, y se le acercaba a los conductores. Les decía que era el último Kino que le quedaba, que la ayudaran. Por la mente del chofer pasaba la idea de que era dios que se la había enviado. De esta manera, vendía todos sus kinos. Por supuesto, hay otros más inteligentes, y con más suerte que la viejita. Están en la radio y en la televisión vendiendo sexo tántrico; o usando cartas cualesquiera para indicarnos el futuro; o, los intelectualoides, enriqueciéndose con los libros de autoayuda; o, los parapsicólogos leyendo los cuerpos opacos para aclararnos el pasado y pintarnos las mañanas.
Ellos han descubierto que en la cobardía humana tienen un filón. Este hombre en su pequeñez, en su vacuidad, ha declarado que está hecho a semejanza de Dios (Gen. 1.26), y en su afán de imitarlo, de hacerlo su lacayo, lo ha convertido en dios. Con esto simplemente busca sobreponerse a su miedo natural, atávico, que lleva por dentro. Este querer parecerse a él, le ha traído choques mentales que resuelve inventando el diablo para culparlo si no se cumple la lectura que ha hecho de los mensajes divinos; también crea diversos emisarios de ese dios, que cree ver en paredes desconchadas, árboles, todos o simplemente en maderas raídas. Según unas tablillas que reposan en el Museo Británico, Moisés previó que la vanidad de creernos iguales a Dios haría que lo imitáramos; por lo que nunca conseguiríamos la felicidad (Samuel Rothgolberd, "Moses and the Exodus", British Museum Journal, número 24, marzo de 1948). Muchas personas tienden a llamar a este dios como el dios de los ignorantes; realmente es una insensatez e insensibilidad extremas; decir eso es como burlarse de la ceguera de un ciego.
Marcial Fonseca
viernes, 2 de junio de 2000
Los agujeros negros
El Nacional - 2/6/2000
En el artículo "Los agujeros negros: ¿una metáfora de la condición humana?" de Rafael Arráiz Lucca, del pasado 26 de mayo, el autor admirablemente amalgama la física con la poesía, y si hilamos fino con la realidad venezolana; pero está ausente, o muy sutilmente inmerso en el texto, la razón por la cual se llaman agujeros negros: la luz que pudiera existir en ellos queda atrapada en el interior porque ella es igualmente atraída (esto es, la luz también tiene masa como cualquier otro cuerpo). De hecho, la existencia de los huecos negros se evidencia por las distorsiones que producen en su entorno, y no porque hayan sido vistos, que no se puede.
Marcial Fonseca
En el artículo "Los agujeros negros: ¿una metáfora de la condición humana?" de Rafael Arráiz Lucca, del pasado 26 de mayo, el autor admirablemente amalgama la física con la poesía, y si hilamos fino con la realidad venezolana; pero está ausente, o muy sutilmente inmerso en el texto, la razón por la cual se llaman agujeros negros: la luz que pudiera existir en ellos queda atrapada en el interior porque ella es igualmente atraída (esto es, la luz también tiene masa como cualquier otro cuerpo). De hecho, la existencia de los huecos negros se evidencia por las distorsiones que producen en su entorno, y no porque hayan sido vistos, que no se puede.
Marcial Fonseca
Suscribirse a:
Entradas (Atom)