El bullicio familiar rompía el conticinio de la fresca madrugada en una velada que había empezado al filo de la medianoche. Compartían con el padre, los cuentos del mayor, los achaques de la abuela, las travesuras del toñeco y él, lo bien que le había ido en las ventas. "Papapedro", dijo la nieta quinceañera, "¿por qué no nos da los regalos ahora?". "No señor, los repartiré en Nochebuena", le contestó. "Viejo Pedro", intervino la esposa, "está como más delgado". "Sí, en los últimos días las ventas subieron muchísimo, al final fue un solo corre-corre".
Por la cercanía a la vereda, sabían que eran los únicos despiertos en todo el vecindario; aunque a veces unos pasos cansinos revelaban que alguien estaba llegando tarde a su casa. Cuando no hablaban, se oía un silencio interrumpido por una brisa fría. Repentinamente, se oyen los pasos y gritos de una persecución por los techos de las viviendas. Se distinguía la voz de alguien enfurecido y la carrera de otro que buscaba desesperadamente cómo escapar. "¡Párate desgraciado, párate ahí!", gritaba el perseguidor, furioso. El perseguido contestaba acelerando el paso y haciendo maromas de techo en techo. Saltar hacia un solar era peligroso por los perros, además de que quedaría encerrado; así que se guió por la luz de la calle, que sobresalía en la oscuridad del manto de techos, y se dirigió a ella. Finalmente, el acosado se lanza hacia la caminería donde estaban los contertulios. "Esa voz es la del compadre", había dicho el jefe de familia. "Vamos a ayudarlo. ¡Rápido muchachos, agarren lo que puedan y atrapemos al ladrón!". A éste no le dan tiempo de que arranque a correr de nuevo y se le van encima; entre todos le dan una paliza que lo deja medio muerto. "¿Qué le robó?", pregunta el viejo Pedro mientras el afectado inmovilizaba al victimario, en el suelo, colocándole el pie en el cuello. "Nada", contesta el compadre. "Lo encontré en la cama con mi esposa".
Marcial Fonseca