El Mundo / Sábado / Caracas , 26 de Enero de 2008
A C.A.M., por la idea. La esposa no creía mucho en las alabanzas del marido sobre lo práctico que era el edificio adonde se habían mudado seis meses atrás. No veía qué podía tener de inteligente que fuera de pocos pisos, razones sísmicas o económicas nada más; que el arquitecto haya ubicado una toma de agua y una pequeña batea de servicios en el cuartico del bajante de cada piso porque pensó en la conserje no le parecía gran cosa. No veía en qué estaba bien diseñado el estacionamiento. Esas peroratas del día siguiente de una noche de farra, pensaba ella, eran una forma de marearla, de trivializar sus reclamos; pero cumplían su objetivo: no lograba descubrir el intríngulis. Ya le había perdonado el cuentico de la pantaleta que apareció en su maleta luego de un curso de adiestramiento en el exterior. Fue debido a que en el apuro de meter los regalos de la familia, cogió por equivocación una bolsita donde estaba la pieza en cuestión, que era de la esposa de un amigo donde se quedó los dos últimos días del curso. La esposa, que como mujer que se respeta es histórica, de cuando en vez le preguntaba que si no se había cogido otra cosa. También le perdonó una vez que llegó con el alba, él insiste en su versión: partió a las diez de la noche de la reunión, eso sí, bastante alegre, manejando con el piloto automático y cuando llegó al estacionamiento, se quedó dormido en el carro y por ello subió al apartamento como a las seis de la mañana. Ella debería estar contenta que por el buen diseño del edificio, no estuvo expuesto a monóxido de carbono. Un viernes llegó a las tres de la mañana: ella oyó todo desde que salió del ascensor. Por la pea que cargaba se tomó unos quince minutos para llegar a la puerta de su vivienda. No hizo ruido y se fue al baño, ella pensó, se está limpiando el pecado, qué más. El sábado le reclamó, podía hacer lo que quisiera con su cuerpo; pero que no tirara la ropa al suelo, la camisa, por ejemplo, estaba mojada; y como ella limpiaba el piso con cloro, al final iba a terminar blanqueda. La esposa, empero, empezó a atar cabos. Cada vez que se tomaba mucho tiempo entre el ascensor y el apartamento, las camisas amanecían mojadas. Cuando regresaba de sus farras y el retardo no era más de treinta segundos, la camisa aparecía seca y en la cesta, no en el piso. Algo olía mal. Se sucedieron cuatro viernes sin nada sospechoso, no baño, no ropa en la cesta y menos de 15 segundos entre el ascensor y la puerta de su casa. Llegó el quinto; ruido del ascensor, el reloj de mesa indicaba 3.15;… luego 3.17… Nada de ruido de llaves. A las 3.25 decidió averiguar por qué se tardaba tanto; se asomó por la mirilla mágica; y no podía creer lo que estaba viendo; y era el porqué de las alabanzas del edificio, el porqué de la camisa en el piso, el porqué del baño. De la arrechera salió al pasillo tan rápido que el marido apenas tuvo tiempo de erguirse y ella lo encaró en el cuartico del bajante, donde estaba metido. – Mira, desgraciado, después que te quites la mancha en la camisa que te dejó la puta con la que andabas, lávame esta bata también –Ella se quitó la prenda, se la lanzó y regresó al apartamento.
Marcial Fonseca