El Mundo - 3/3/2005
Sabía que ante las ausencias de su padre por razones de trabajo, la madre había asumido todos los roles de la casa. Les revisaba las tareas; distribuía las labores domésticas entre todos los hermanos para que fueran aceptando que el trabajo era lo que los haría útiles en la vida. Estas actividades no se limitaban a limpiar la cocina, o a lavar el baño; la cena de los sábados era hecha por los varones, la del domingo por las niñas. Cada quien era responsable de lavar su ropa interior; los varones debían planchar sus camisas, las hembras, responsables de zurcir cualquier prenda rota o descosida. La madre siempre daba muestras de ingenio, a pesar de no saber leer ni escribir; por ello era famosa su manera de chequear las tareas escolares, sobre todo empezando las primeras letras. Cuando les iba a preguntar una página del libro Mamá me ama, la progenitora le pedía a la vecina que le leyera la página de marras, y así evitaba que la engañaran. Pero donde era realmente sobresaliente era en el arte del regateo. Una vez fue con sus hijos a Sears; y salió muy molesta porque no pudo conseguir que le rebajaran en ninguno de los productos que quería comprar. El hijo mayor recordaba una anécdota que se llevó varias semanas. Todo empezó cuando él le criticó ese afán regateador; ella le contestó que mediante ese arte se aprendía a negociar, a saber hasta cuándo se podía pedir y hasta para estudiar las emociones del contrario. El hijo le replicó que pedir una rebaja era muy fácil, un precio más bajo del que le estaban ofreciendo, la madre lo retó a que le demostrara que podía conseguir algo a menor precio, y no era un simple menor valor, tenía que ser algo sustancialmente inferior. Él aceptó. Y se fue al mercado de ropas y compró un pantalón; en su casa mostró la mercancía. Mamaíta, me pidieron 7000 bolívares y me lo rebajaron a 6 mil; Hijo, a usted le falta mucho, a mí me lo hubieran dejado en 4 mil. El hijo no se dio por vencido, compraría algo con más del 40 % de descuento, y se fue a la zona de las zapaterías. Consiguió un portugués amigo que le dejo un par de mocasines en 6000 bolívares, se ahorró 4 mil. Ya en su casa le contó a su madre la ganga que había conseguido. Ella tomó los zapatos, los examinó y comentó, No, hijo, siga aprendiendo, yo los hubiese comprado en cinco mil bolívares. El muchacho no quería dejarse ganar, pero no sabía cómo conseguir tan altos descuentos. Estuvo varios días pensando, hasta que se le ocurrió una idea. Se fue a un mercado de ropa de segunda mano y se compró una camisa realmente barata, mil quinientos bolívares; salió con ella puesta y se fue a su casa a mostrársela a su madre. No sabía qué le diría; pensaba en el precio, no podía ser muy alto porque la calidad y la primera mano lo delatarían. ¿Qué diría?, ¿que le pidieron 6; 7 u 8 mil?; mientras caminaba hacia la vivienda, se le prendió el bombillo; estaba seguro de que ganaría. Madre, le dijo muy orondo, fíjese, y asía una de las mangas, pasé por una tienda y me regalaron esta camisa; la señora se le acercó, se puso los lentes y examinó cuidadosamente la prenda, movió la cabeza de un lado a otro y le recriminó al hijo, Hijo, usted si es tonto, a mí me hubiesen dado dos.
Marcial Fonseca