El Mundo - 14/4/2004
En uno de sus viajes por los mares del mundo, bueno en el tercero, el Almirante Cristóbal Colón trajo a su hijo Fernando como acompañante. Era un niño de diez años, muy correlón y amigo de los pájaros. - Papá, ¿falta mucho para pisar tierra? - Preguntó el niño Fernando - No, hijo, unas dos horas -contestó el padre. El tiempo corría tan lentamente que el muchacho se durmió en la cubierta. El padre lo observaba y se preguntaba en qué soñaría. El joven sonreía porque en su mundo de ojos cerrados, conversaba con aves desconocidas. Cuando por fin llegaron a Macuro, que fue donde El Almirante descubrió a Venezuela, el niño Fernando quedó maravillado por lo hermoso del lugar. Fueron recibidos con mucha euforia; los indiecitos correteaban alrededor del infante Fernando; les extrañaba lo lechoso de la piel. Cuando los unos se acostumbraron a los otros, se hicieron regalos mutuamente; de un lado, frutas tropicales; del otro, cofres, camafeos y telas. Una familia india los invitó a su choza. El niño Fernando quería comer para luego ir a correr por el bosque y a conocer nuevos pájaros. - Hijo, nos bañamos primero y luego comemos -dijo el Almirante. - Papá, yo quisiera pasear por el bosque, ¿me puedo bañar después? - Está bien, hijo, pero vaya después de comer. La comida fue sabrosa, diferente y abundante. En terminando de comer, el chiquillo pidió permiso para retirarse de la choza y corriendo se internó en el bosque. Se entretuvo cantando con los pájaros que iba conociendo. A los que pudo, les dio mendrugos que traía en el bolsillo. Poco a poco la tarde se fue oscureciendo; pero el niño Fernando no se daba cuenta de que se estaba haciendo de noche. Como había comido mucho y las sombras descendían tímidamente, sintió que los ojos se le cerraban por el sueño; y como todos los niños que a la hora de dormir hacen cosas que no deben, como acostarse sin orinar, y otras que sí deben, como mondarse los diente antes de ir a la cama, el niño Fernando hizo una cosa mala y otra buena: no regresó adonde estaba el almirante y se subió a un árbol a dormir. Así, sin saberlo, se protegió de las fieras del bosque. Mientras el joven se acomodaba en una rama, el padre ya lo estaba buscando, el hijo no lo oía y el almirante no miraba hacia arriba. Cristóbal Colón estuvo todo la noche vagando por entre los árboles. Al alba, un llanto inundaba el bosque. - ¿Quién llora? -Abriendo los ojos, preguntó el chaval. - Hijo, soy yo, su papá -contestó el almirante. Fernando bajó del árbol; abrazó a su padre y ambos salieron contentos y en silencio del bosque.
Marcial Fonseca