El Mundo - 2/2/2004
La población de Barquisimeto de inicio del siglo anterior había sido diezmada por la peste y se salvó de desaparecer completamente, gracias a la intervención de la Divina Pastora. Todavía se recuerda el dantesco cra cra cra de las carretas mortuorias camino al cementerio, con su carga de víctimas de la plaga, muchas de ellas agonizantes. Aun así, la ciudad se movía a ser la encrucijada comercial de Venezuela. En ese entonces, una familia alemana estableció un comercio muy moderno para la época: no había mostradores; los clientes entraban en contacto con la mercancía. El negocio era custodiado por unos animales entrenados para seguir órdenes, procedimientos, ser disciplinados. El almacén ocupaba una manzana completa. En la parte posterior había una habitación que era dormitorio y cocina del empleado que atendía a los perros. Estos tenían una jaula adyacente a la pieza del cuidador. La ventana del cuarto daba al patio del negocio. Los animales eran unas fieras traídas de Europa, adiestrados para matar. En actitud cazadora rondaban el perímetro del establecimiento de seis de la tarde a seis de la mañana; descansaban el resto del tiempo en su jaula. El único contacto humano era con el perrero. La comida era carne hervida y servida, a temperatura ambiente, a la una de la mañana. Metódicos que eran, los alemanes le suministraron al encargado un reloj despertador, le enseñaron a leer la hora y a manipular el artefacto. Sonaba a las 12:45 a.m. El cuidador despertaba, tomaba la olla con la carne hervida cinco horas antes, pasaba las rejas, salía al patio y les servía en una artesa. Por supuesto, una leyenda corrió por toda la ciudad. Que si medían dos metros, que si los ojos eran rojos, que si partían el fémur de una dentellada. El perrero, con su silencio, corroboraba todos los rumores. La novia insistió en que le contara la verdad. Le propuso, luego de meditarlo, que la llevaría a conocerlos, pero tenía que ser al filo de la medianoche. Ella, sin malicia, consintió. La muchacha llegó a las diez. La velada fue hablar del reloj; era también el segundo que ella veía, el otro, el de la Catedral. Cuando sonó el despertador, el novio, con donaire, piso la sordina y luego le pidió a ella que se colocara en la ventana y mirara en dirección al comedero. Los animales estaban esperando. Él salió con la comida y cuando se inclinaba para depositar la carne, los perros atacaron y lo descuartizaron; la mujer estaba aterrorizada. El autor pensó cerrar la historia aquí, dejando al desgaire el porqué lo mataron. Habrá los que dirán que la habían olido, que no es la respuesta; o peor, los mente sucia, que él olía a sexo de mujer; no. Las fieras, acostumbradas a una férrea disciplina, no entendieron por qué el que los alimentaba no estaba en interiores, con alpargata y la olla en la mano, que era como siempre se les presentaba.
Marcial Fonseca