El Nacional - 8/2/2000
Érase una vez un hombre, en la Barinas de 1901, de ingeniosas ideas y gran entusiasmo, que tenía un pacto con el diablo, y de ahí su gran prosperidad. Su creatividad era permanente. Puso un restaurante, y contrató dos muchachos para reparto a domicilio de comida. Otra innovación fue suministrarles a ciertos clientes unas cartulinas que podían utilizar para compras a créditos. Su uso fue aceptado en otros locales: había inventado el dinero plástico; bueno, para aquel entonces, de cartulina.
Su labor no sólo era enriquecerse, que lo hacía muy bien, sino que parte de sus ganancias las invertía en obras públicas. Al enterarse de que en Barinas instalarían una planta eléctrica, él se movió hasta que le trajeron una para su pueblo, Barrancas. Con ella alumbró la plaza, la iglesia, el concejo municipal, la casa del presidente de éste y la suya propia. Dotó a la población de diez pilas de agua; acondicionó un terreno para campo de béisbol. Las primeras noticias de un circo que actuaría en Caracas coincidieron con la aparición de la enfermedad. Adelgazamiento acelerado, micción continua, sed, resequedad en la boca, hormigueo en el cuerpo. El demonio, decía la gente, buscaba su trofeo. Sin embargo, siguió mostrando su esplendidez. Penosamente hizo un viaje a Caracas para contratar el circo como regalo de despedida final. Con gran entereza preparó su partida, compró la urna, el testamento fue actualizado, y dispuso que por su muerte no se suspendiera la primera función del circo, en caso de que coincidiesen. Murió, de cuarenta y cinco kilos, un día antes de la primera actuación del circo. Este había ya causado mucho revuelo en el campo de béisbol por la vistosa y nunca vista carpa y por la febril actividad para suministrarle electricidad. Por respeto, lo enterrarían al día siguiente de la inauguración. En el velorio, muchos se preguntaban si sería verdad lo del trato con Satanás.
Los rezos fluían normalmente, de repente apareció un perro, negro profundo él, ojos brillantes, imponente, que lejos de gañir, gruñía. Se postró frente al féretro. Tímidos sshh no lo alejaron. El sacerdote quiso hacerse el valiente, pero los dientes lo disuadieron y se dedicó a rezar un rosario que suspendió en la tercera letanía porque se fue la luz. Gritos, pasos, velas cayendo, golpe y arrastrar sordos. El apagón, que había sido general, fue corregido suprimiendo el servicio de la plaza. Vuelta la luz, no había animal y la urna estaba vacía en el suelo. Todos se fueron a la iglesia para purificarse por haber visto a Lucifer en persona, o en perro. Mientras tanto, en el campo de juego, el público, ignorante de lo que había pasado en el mortuorio, esperaba a que abrieran la puerta y fueron sorprendidos por un empleado que colocó el aviso Por razones ajenas a nuestra voluntad, se pospone la función para dentro de dos días. Nadie entendía por qué se contrariaba la última voluntad del difunto. Dentro del circo, el dueño no sabía qué carajo hacer con ese flaco muerto que Tamacún, que así se llamaba su dóberman, había traído arrastrando por una pierna.
Marcial Fonseca