El Nacional - 17/1/2000
No justifiques tu irracionalidad de ayer, con tu racionalidad de hoy Anónimo Cada vez que se aplica la pena capital en un país (no hablemos de introducirla donde no existe porque se forma una alharaca), surge la manida pregunta ¿es lícito que la sociedad, mediante su brazo ejecutor, el gobierno, le quite la vida a alguien que se la ha quitado a otro premeditadamente? Realmente la pregunta debería ser ¿por qué no? Estamos hablando de que la sentencia es contra alguien que ha cometido alevosamente un crimen, que no hay dudas razonables de su culpabilidad, que no hubo influencias de drogas, que no es un impedido mental; también que, y quizás sea la razón más poderosa, se estaba consciente de que ese era el castigo.
La sociedad como un todo está enterada, debería estarlo, de que hay crímenes que acarrean la muerte; por lo tanto no debería haber tantos melindres a la hora de la ejecución, salvo por supuesto, el de los familiares directos del ejecutado, y los plañideros tercermundistas que lo acompañarán. En algunas regiones musulmanas, el amputar la mano como castigo por robar, no es visto como desmesurado ya que antes de robar, el delincuente sabía qué le podía pasar. A veces nos preguntamos qué tiene de malo si a quien se traga la luz roja, se le cortara un dedo, por ejemplo, como castigo. Saldrán escarceos filosóficos y éticos sobre la desproporción del castigo y de la falta; que podría ser verdad en caso de una persona ingenua que no perciba el acto como incorrecto. Se supone que todo el mundo sabría que comerse la luz roja es un dedo menos. Las críticas de los principales detractores se pasean desde que es un espectáculo para las masas hasta puntos aceptables. Quienes montan el show son los que se oponen; y entre los actos preferidos es presentar el asesino, obviando todas las circunstancias que rodearon al crimen, arrepentido, con cara de yo-no-fui y posiblemente diciendo que si el Señor lo ha perdonado, por qué no la sociedad.
El premio Nobel Camilo José Cela dice que matar el perro no mata la rabia; pero no matar el perro nos crea dos problemas: curar la rabia y tener que, al mismo tiempo, lidiar con un animal rabioso vivo; al can deberíamos hacerle simplemente la autopsia y buscar en la sociedad qué hizo que el perro se convirtiera en una fiera asesina. La pena de muerte es para simplemente eliminar al que haya matado. La sociedad debe ocuparse de por qué alguien asesina; no de cuidar, además, al asesino, salvo que lo quiera mantener como conejillo de indias; y posiblemente esto sea moralmente incorrecto. Argumentos sólidos son el albur de un error, porque no hay marcha atrás; en esto la justicia debería actuar en los casos con testigos oculares del hecho, sin pruebas circunstanciales y sin atisbos de duda. Otro argumento, que la pena capital no ha bajado la criminalidad en ninguno de los países donde se aplica, recuerda al padre que llora la muerte de su hijo, y alguien le dice ¡no llore que no va a resucitarlo!; lloro, contesta, porque me duele, no para revivirlo.
Marcial Fonseca