El Nacional - 10/1/1999
Para Goer, de suyo borgiano, había sido un día de muchos entresijos. Mientras se alejaba del edificio, sentía en su espalda la tibieza de los reflectores del estacionamiento. Al llegar al carro, se da cuenta de que no estaba ahí con él. Sin entrar en pánico, se va a su casa y se encierra en un cuarto oscuro, de donde más nunca salió; incluso su jubilación la gestionó su esposa. Justificaba su actitud diciendo que quería vivir como un ciego y por tener ojos, simulaba la negrura huyendo de la claridad. No explicaba por qué muy esporádicamente, por segundos, encendía la luz. Su esposa e hijos no comprendían; pero aceptaban. El único contacto, prácticamente verbal, era con ellos. Como era un hombre de no dar lástima, no contaba a nadie el tormento de esa noche en el estacionamiento, cuando descubrió que su sombra había desaparecido; cuando ese yo que nace por la luz, y que es lo único que realmente posee el ser humano (lo otro, el pensar, si nos deja, a veces ni se dan cuenta), lo había abandonado. No quería que nadie se enterara de que su silueta postrada había tomado otro rumbo. Sin ella, su soledad era mayor que la del frío sepulcro.
Marcial Fonseca